(Agraria.pe) La proclamación de Pedro Castillo como presidente electo del Perú, coloca al dirigente sindical nacido en Chota, Cajamarca, como un protagonista inesperado en esa bisagra que marca en nuestra historia el cumplimiento de los 200 años como república independiente.
Un ejercicio de realismo nos permite decir sin alarmismo que el panorama que tendrá que gestionar el nuevo mandatario es extremadamente complicado, con una agenda propia -como el llamado controversial a una Asamblea Constituyente- que en muchos puntos puede chocar con las necesidades imperiosas de la nación: la lucha contra la pandemia y el desbarajuste económico que ésta ha ocasionado.
Las próximas horas serán claves para el futuro del país, porque se espera que vayan surgiendo oficialmente los primeros nombres de los cargos claves que darán una idea clara del perfil del próximo gobierno. Los puestos claves, como han referido múltiples analistas, son los cargos de Premier, Economía y Finanzas, Relaciones Exteriores, Comercio Exterior y Turismo. Queremos sin embargo agregar en este grupo al sector Agricultura y Riego.
Los últimos meses han sido de gran desazón para la agroindustria (a pesar de sus notables resultados), que ha perdido la Ley de Promoción Agraria que durante décadas le permitió un horizonte seguro para invertir y convertir al Perú en una potencia agroexportadora de carácter mundial. Su derogatoria en diciembre de 2020 significó un parteaguas en cuanto a inversiones, las cuales empezaron a retrotraerse, y que recibieron un golpe aún mayor con los resultados de la primera vuelta presidencial a causa del Plan de Gobierno original de Perú Libre, el cual planteaba una agenda radical.
En nada ayudó tampoco a calmar los ánimos que el próximo mandatario y sus voceros empezaran a hablar de una “Segunda Reforma Agraria”, como si la primera experiencia de ese tipo, ejecutada por el dictador Juan Velasco Alvarado, no hubiera resultado traumática, no por sus intenciones, sino por sus resultados, los cuales hasta ahora el país está pagando.
Desde el bando que será oficialista se han apurado sin embargo a matizar que esta nueva Reforma no contempla expropiaciones y que está enfocada más bien en una revaloración del rol de los pequeños agricultores y la resolución de sus problemas endémicos, garantizando la seguridad alimentaria. Esa es una idea en la que todos podríamos estar de acuerdo, pero los desajustes estarán en la fórmula para llegar ahí: ¿prohibición de importaciones?, ¿control de precios? Son recetas que el país ya probó amargamente en el pasado y que hoy serían aún más costosas que antes porque pondrían en peligro la estabilidad de los tratados de libre comercio que han permitido el despegue del sector y la creación de miles de empleos.
Desde que José Carlos Mariátegui planteó en sus Siete ensayos sobre la realidad nacional, lo que entonces se denominaba “el problema del indio”, para lo cual proponía una solución marxista de entrega de la tierra (los medios de producción) al campesino, los intentos por dar con la solución del heterogéneo panorama agrícola peruano han sido varios e infructuosos, como lo demuestra que la Reforma Agraria fue ya un tema que intentó realizar de forma fallida el Congreso de la República en 1958 y el Ejecutivo en 1963 (Lindley) y 1964 (Belaúnde). Hasta que llegó el velascato.
Pero desde esas experiencias hasta hoy, pasando por los tumultuosos años ochenta y noventa del siglo pasado, el Perú conoció la autarquía y luego la apertura en consonancia con un mundo que se globalizaba y donde el tránsito libre de mercancías se entendió como la mejor manera de salir del subdesarrollo. No se trata solo de grandes empresas agroexportadoras que venden por millones, sino de pequeños productores que poco a poco se han ido engarzando en la gran cadena del comercio mundial.
Ese es el camino que en la práctica ha empezado a dar resultados y aquel en que se debe profundizar para que el viejo problema del pequeño productor peruano empiece a solucionarse, con un Estado activo, sí, pero en capacitación, en desarrollo de infraestructura, en apertura comercial, con fórmulas imaginativas para el mercado interno, para que nuestra gran tradición agrícola brille nuevamente en el mundo.
Esperemos que el próximo gobierno lo entienda así.